El Quijote
Forma abreviada con la que se conoce la novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, obra cumbre de la literatura universal escrita por Miguel de Cervantes Saavedra y cuya más antigua edición, impresa en Madrid por Juan de la Cuesta, salió de sus prensas en enero de 1605. Frontispicio de la edición valenciana del Quijote de Pedro Patricio Mey, 1605. (Biblioteca Nacional, Madrid). Su redacción y primeras ediciones A partir de las palabras insertas por Cervantes en el prólogo que abre esta primera parte —la segunda apareció en 1615, con el nuevo título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha—, ha sido común deducir que comenzó a escribir la obra durante alguna de las dos temporadas en que permaneció recluido en prisión, probablemente en Sevilla en 1597. El cuerpo fundamental de esta primera parte se redactó, casi con total seguridad, entre 1598 y 1604, salvo una o dos de las historias intercaladas, como la del “capitán cautivo” (capítulos 39,40 y 41), para la que se ha propuesto la fecha anterior de 1589 o 1590. Fue en julio o agosto de 1604 cuando el escritor vendió los derechos de la obra al librero de la corte Francisco de Robles, el mismo que veinte años antes le había publicado su Galatea (1585). Dedicada breve y, por cierto, nada originalmente al joven duque de Béjar, esta primera edición del Quijote no llevaba “aprobación” de la censura y su privilegio estaba fechado el 26-IX-1604. Esta licencia real, al menos en teoría, debía proteger los derechos del autor en Castilla durante diez años; sin embargo, lo inmediato de su éxito hizo que, antes de que Robles consiguiera otra licencia para Portugal y Aragón, aparecieran en el mismo año de 1605 dos ediciones no autorizadas en Valencia y otras dos en Lisboa. En el momento de ver la luz la segunda parte, en 1615, existían ya —además de las citadas— otras dos ediciones madrileñas (mayo de 1605 y 1608), dos publicadas en Bruselas (1607 y 1611) y la de Milán (Italia) de 1610. En términos editoriales, ello significaba un gran éxito; con todo, sin embargo, no llegó a alcanzar la difusión que recientemente había logrado el Guzmán de Alfarache (1599 y 1604). Por otra parte, se duda seriamente de la existencia de una hipotética edición de 1604, anterior a la tenida por príncipe, de la que algunos estudiosos, como Oliver Asín, hablaron en su día —pese a no conservarse ningún ejemplar—, a raíz de ciertas alusiones al Quijote previas a la obra de Cervantes: especialmente, una famosa carta de Lope de Vega fechada en agosto de 1604 y los versos del privilegio, fechado en ese mismo año, que encabeza el texto del Libro de entretenimiento de la pícara Justina (1605), de Francisco López de Úbeda. Sea como fuere, las despectivas palabras del Fénix en el primero de estos testimonios (“ninguno [poeta] hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a don Quijote”) revelan el enorme éxito de una novela de cuya primera parte se llegaron a publicar, en vida del autor, hasta dieciséis ediciones. Frontispicio de la primera edición francesa. París, 1614. (Institut d ’Estudis Catalans, Barcelona). La segunda, impresa igualmente por Juan de la Cuesta con el nuevo título ya referido, apareció en 1615, un año después de que lo hiciera en Tarragona un Quijote apócrifo a nombre de un desconocido Alonso Fernández de Avellaneda. Martín de Riquer, en 1988, y, más recientemente, Alfonso Martín Jiménez, en un fundamental trabajo publicado en 2001, han aportado razones de peso para identificar a Avellaneda con el soldado Jerónimo de Pasamonte, el mismo compañero de milicia de Cervantes que es tachado por éste de ladrón y embustero en la primera parte de la novela a través del personaje de Ginesillo de Pasamonte. Además, parece que el célebre manco imitó los episodios militares de la Vida de Pasamonte —su autobiografía, que h. 1593 corría ya manuscrita— al escribir la novela del capitán cautivo. Ofendido por ello, siempre según la hipótesis de los estudiosos citados, Pasamonte decidió escribir y publicar su obra apócrifa bajo el seudónimo de Avellaneda. Por ello Cervantes se vio obligado a rematar rápidamente la última parte de su libro a fin de contestar al falso Quijote y a las injurias contenidas en su prólogo, lo que le hizo variar el primitivo plan de la obra. Así, a partir del capítulo 59, se dedicó a ridiculizar la novela espuria de Avellaneda y a poner en claro la autenticidad de Sancho y don Quijote, este último ascendido en el título a “caballero”, después de haber sido armado en la grotesca ceremonia de la primera parte. Desde que, en 1617, se publicaron juntas en Barcelona las dos partes, la inmortal novela de Cervantes continuó difundiéndose hasta convertirse en uno de los libros más editados del mundo. Según el recuento realizado por Martín de Riquer, el Quijote llegó a imprimirse en su lengua original unas treinta veces en el s. XVII, alrededor de cuarenta en el s. XVIII y cerca de doscientas en el XIX. Fuera de España, la fama de la novela se propagó prácticamente desde su primera edición. El irlandés Thomas Shelton publicó la primera traducción al inglés de la primera parte en 1612, para la que utilizó la mencionada edición de Bruselas de ese mismo año, y en 1620 hizo otro tanto con la segunda. En Francia, la novela del curioso impertinente apareció en 1608 traducida por el intérprete de Luis XIII (1610-1634), César Oudin, quien finalizó la traducción de la primera parte en 1614. François de Rosset se encargó de traducir la segunda parte, que vio la luz en 1618. Cuatro años después está fechada la primera traducción al italiano (1622), realizada por Franciosini, publicada en Venecia y completada en 1625 con el segundo volumen. Una edición en alemán en 1648 y otra en holandés en 1657 son las primeras realizadas en esas lenguas; la segunda de ellas, llevada a cabo por Jacobo Savry, inaugura una larga serie de Quijotes que incluyen ilustraciones en sus páginas. Primeras ediciones del Quijote La obra y el escritor La verdadera intención de Cervantes a la hora de escribir el Quijote continúa siendo motivo de discusión, pese a que su propio autor manifiesta claramente su propósito didáctico de principio a fin de la novela. En el prólogo de la primera parte, él mismo califica la obra de “invectiva contra los libros de caballerías”, y en el final de la segunda vuelve a señalar que “no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías”. En otros capítulos se pone en boca de algunos personajes declaraciones acerca de la peligrosidad de esas obras, como ocurre con el cura durante el famoso escrutinio literario (I, 6) o en su conversación con Juan Palomeque el Zurdo (I, 32) —auténtico paradigma del rústico aficionado a este género— y con un culto canónigo que arremete poco después (1,47) contra la técnica teatral de Lope de Vega. Esta interpretación del Quijote, quizá superficial para el lector actual, se hace lógica y hasta fundamental para la época en que vivió Cervantes. De hecho, durante el s. XVI, los libros de caballerías constituían una cuestión de enorme importancia social. Desde el villano hasta el noble, la fiebre por este género afectó a personas de toda posición durante los Siglos de Oro, incluidas figuras de la talla de Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de Valdés y Fernández de Oviedo. Por ese motivo, los autores contemporáneos e inmediatamente posteriores a Cervantes (Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Baltasar Gracián, Matías de los Reyes, Luis de Góngora o Nicolás Antonio) vieron en el Quijote poco más que una parodia humorística de los libros de caballerías y un aviso de la nocividad de su lectura. Por otro lado, no debe olvidarse la esencial condición de Cervantes como profundo conocedor y defensor de la buena literatura, algo que demuestran su Viaje del Parnaso (1614) o el libro VI de La Galatea. No es extraño, así pues, que le desagradara la enorme popularidad que habían adquirido los libros de caballerías, sobre todo después del aluvión de ejemplares que sucedió a la aparición de dos ediciones del Amadís de Gaula en 1575 y de la tercera y cuarta parte del Belianís de Grecia en 1579. Frontispicio de la primera edición inglesa. Londres, 1612. (Biblioteca Nacional, Madrid). La intención paródica se encuentra, por lo menos, en la raíz última del Quijote, y es este carácter el que informa el texto, condiciona su construcción novelesca y delimita sus fuentes e influencias. Entre ellas, cabe citar las más célebres creaciones del objeto parodiado: Tirante el Blanco (en su traducción castellana de 1511), los dos Amadís (el de Gaula y el de Grecia), el referido Belianís, Felixmarte de Hircania (1556), etc. Pero, como parodia del mundo caballeresco, el Quijote se encuadra perfectamente en una corriente literaria muy difundida en su época y que dio excelsos frutos, como el Orlando furioso de Ariosto, protagonizado por un personaje cuya grandeza heroica se describe con magistral ironía. Tanto Menéndez Pelayo como Marcel Bataillon y Américo Castro, entre otros, apuntaron en su momento la deuda de Cervantes con el pensamiento de Erasmo. Ciertamente, cabe no desdeñar la posibilidad de asociar la relación entre lo real y lo imaginado que se halla en el Quijote a los mecanismos en que se basa el Elogio de la locura (1511), si bien no es menos cierto que, en la época de Cervantes, era difícil sustraerse al pensamiento erasmista, que tras la Celestina había conseguido introducir definitivamente el realismo en la literatura española. Por cuanto respecta al tratamiento paródico del enloquecido hidalgo castellano, se han encontrado diversos precedentes, tanto en la literatura española como en la foránea. El protagonista de una novella de Franco Sachetti, Agnolo di Ser Gerardo, es un artesano que pretende equipararse a los caballeros y que participa en algún episodio similar a la novela cervantina, como aquel en que cae al suelo armado de yelmo y lanza. Y el carácter grotesco del hidalgo Camilote en la tragicomedia Don Duardos (h. 1522), de Gil Vicente, bien podría haber servido a Cervantes como modelo, lo mismo que Bartolo, personaje del Entremés de los romances (h. 1588) cuya locura consiste en identificarse con los personajes romanceriles. Tal y como señaló Ramón Menéndez Pidal, en esta pieza las semejanzas se acentúan aún más, pues, por una parte, tanto don Quijote como Bartolo recitan el romance de Valdovinos nada más ser apaleados y, por otra, dicho personaje constituye originalmente una sátira contra Lope de Vega, acérrimo enemigo del escritor alcalaíno. No obstante, por muchas fuentes que puedan aportarse, lo cierto es que todas ellas son superadas con creces por la enorme complejidad y riqueza de la obra cervantina. Efectivamente, si se considera el Quijote como prototipo de “novela total”, hay que reconocer en él un intento del autor por ofrecer una explicación profunda y coherente del mundo en que vive inmerso. De entre los muchos planos interpretativos que pueden diferenciarse en la obra, no hay duda de que uno de los más importantes es aquel en que la riqueza de los personajes y los temas abordados están al servicio de la descripción y la crítica del mundo social en el que don Quijote y el propio Cervantes se mueven. No obstante, para abordar esta crítica cervantina, es necesario comenzar aclarando que existen indicios más que suficientes para pensar que, en un principio, el Quijote no iba a pasar de ser otra “novela ejemplar”. Con una de ellas parece topar el lector cuando lee la narración de la primera salida del hidalgo, resuelta sin visos de continuación en un ciclo cerrado de aventuras que se desarrolla a lo largo de los seis primeros capítulos de la primera parte. Al igual que ocurre con el licenciado Vidriera, protagonista de una de las Novelas ejemplares (1613), la de don Quijote es la historia de alguien que enloquece. Víctima de la perniciosa lectura de los libros de caballerías, deja su hogar (I, 1) y llega a una venta donde es armado caballero de una forma que, precisamente, anula la posibilidad de serlo en un futuro, pues contraviene lo estipulado en las Partidas de Alfonso X el Sabio (1252-1284) (I, 2 y 3). Seguidamente, demuestra lo absurdo de su empeño en la trágica aventura de Andrés y Haldudo el Rico(I, 4) y, tras obligar a unos mercaderes a confesar que Dulcinea del Toboso es la doncella más hermosa del mundo, es molido a palos por éstos (I, 4), viéndose a sí mismo como un héroe de romances viejos. Finalmente un labrador de su pueblo conduce al maltrecho don Quijote a su hogar (I, 5), esta vez creyendo que es el moro Abindarráez que aparece en la Historia del Abencerraje incluida en la Diana (1559) de Jorge de Montemayor. En el capítulo 6, el malparado hidalgo recibe los cuidados del ama y la sobrina, al tiempo que el cura y el barbero deciden echar al fuego toda su biblioteca de libros de caballerías —unos cien volúmenes de gran formato— y, de paso, algunas novelas pastoriles y libros de versos en formato menor. Dicho capítulo cierra el ciclo de esta primitiva novela ejemplar, núcleo de toda la primera parte del Quijote y que Cervantes, posiblemente, decidió ampliar considerando que la historia del loco era lo bastante fecunda para servir de soporte a nuevas aventuras. Los argumentos que pretenden sustentar esta conclusión son, en esencia, dos: el primero, que con la quema de la biblioteca del hidalgo sus males quedaban extirpados totalmente; el segundo, que en el discurso que pronuncia el cura durante dicho expurgo se contiene el juicio crítico y resolutorio de Cervantes sobre la literatura de su tiempo. Además, corrobora esta imprescindible teoría sobre el origen y el proceso de creación del Quijote el hecho de que —tal y como ha puesto de relieve el hispanista G. Stagg—, en la referida quema de libros, no hay ni uno solo posterior a 1591, lo que que sugiere que estos primeros capítulos fueron redactados trece o catorce años antes de la publicación de la primera parte de la obra. Para elaborar ésta, Cervantes habría ido intercalando nuevas historias y, sobre todo, hilvanando enseñanzas morales más allá del simple ataque a los libros de caballerías: la necesidad de ser prudente y de respetar los votos matrimoniales en la historia del curioso impertinente (I, 33, 34 y 35), la alabanza del amor y la necesidad de reparar la honra en la novella de Cardenio, Luscinda, Dorotea y don Fernando (I, 24 y 36), etc. Alonso Quijano leyendo el Amadís de Gaula. Grabado. (Colección particular). El Quijote de 1615 culmina el proceso iniciado en la primera parte y se desarrolla con una técnica mucho más madura, con una mejor caracterización de los personajes, una narración menos digresiva y una acción más unitaria y perfectamente lineal. Influyó en ello la propia vida de Cervantes, por entonces ya un hombre anciano y enfermo sumido en la decepción causada por su hija Isabel, así como en la nostalgia de otro hijo que tuvo en Italia y nunca pudo conocer. De ahí que en esta segunda parte dejara de someterse a los anteriores límites formales, geográficos, morales, etc., para pintarnos, más allá de las fronteras de la Mancha, un cuadro honda y sentidamente crítico de la sociedad que le tocó vivir y en el que los dos protagonistas alcanzan ahora una altura moral desconocida en el primer volumen. En una sociedad estamental, basada fundamentalmente en la idea de la limpieza de sangre y el concepto del honor, Cervantes puso de manifiesto la bajeza moral y el despilfarro de la poderosa aristocracia de su tiempo. Si en la primera parte del Quijote este prototipo lo encarnaba el seductor don Fernando de la historia de Cardenio y Luscinda, en la segunda son los duques —trasunto, seguramente, de los reales de Luna y Villahermosa— los que, con sus burlas dirigidas al hidalgo y a su escudero, representan la ociosidad y la corrupción de la clase dirigente. Se trata, en suma, de un ataque de Cervantes a la doctrina político-social de la limpieza de sangre, donde los presuntamente ilustres son, en realidad, los que muestran una mayor degeneración moral. En la misma línea cabe situar los numerosos juicios emitidos por don Quijote a lo largo de esta segunda parte, en forma de lapidarias frases, como “el grande que fuere victorioso será vicioso grande, y el rico no liberal será un avaro mendigo” (II, 6) o “que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado” (II, 32). Sin duda, la ética de Cervantes debe calificarse como esencialmente cristiana y opuesta al pésimo papel que representan los eclesiásticos de su tiempo, cercanos a los poderosos en su busca de beneficio, tal y como censura el hidalgo en no pocas ocasiones (II, 20 y 31). De hecho, la doctrina de Jesús sale a relucir con frecuencia y de forma explícita, como a la hora de rechazar el recurso a la espada y el derramamiento de sangre para vengarse del mal recibido (II, 11 y 27) o cuando el mismo don Quijote reconoce que la pasada lucha contra los gigantes había significado matar la soberbia, la envidia, la ira, la gula, la lujuria, la lascivia y la pereza (II, 8). En el plano terrenal, el mal es el que vence al bien al final de la obra: el infeliz escudero, física y espiritualmente destrozado, objeto de las crueles burlas de los duques, abandona el gobierno de la ínsula Barataría; y don Quijote, después de ser derrotado en singular combate por el Caballero de la Blanca Luna, es obligado por éste a regresar a su aldea sin emprender nuevas hazañas. Pero, desde el punto de vista trascendente, ambos personajes salen bien parados después de sus aventuras. Así, Sancho termina descubriendo que la libertad, unida a la pobreza, es, incluso, mejor que la riqueza unida a la corrupción y al poder (II, 53); y sus mismas palabras definen la victoria final de su amo, quien, aunque derrotado en el combate, se ha convertido en “vencedor de sí mismo” (II, 72). Don Quijote herido. Dibujo al carbón y creta blanca de Ignacio Zuloaga, 1906. (Museo Zuloaga, Zumaia, Guipúzcoa). La genial novela de Cervantes, místicamente culminada, presenta a su término a un don Quijote a quien el sufrimiento ha hecho recuperar la cordura, purificando su alma hasta ponerle a bien con un Dios antes sólo invocado pero, al fin, verdaderamente descubierto; un Dios no vengativo que, al dejar al hombre en libertad para labrarse su propio destino, se aleja del modelo impuesto por el cerrado catolicismo de la Contrarreforma. Cobran, desde esta perspectiva, su más profundo significado las palabras del hidalgo cuando, al término de sus días, afirma que “cada uno es artífice de su ventura. Yo lo he sido de la mía… Atrevíme en fin; hice lo que pude; derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra” (II, 66). Es este, en fin, el sentido último de la novela: la suprema defensa de la libertad del hombre y, con ella, la de su esencial dignidad frente al mal y la tiranía. Bien pudo Cervantes descubrir la luz y la verdad al final de su triste vida y exclamar, al igual que un moribundo don Quijote: “¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres” (II, 74). La evolución de sus interpretaciones Pese a la profundidad del mensaje de la obra, el Quijote, como ya se ha señalado, no fue para los contemporáneos de Cervantes otra cosa que un libro de entretenimiento. Desde este punto de vista, los episodios más admirados de la novela fueron aquellos con un significado más evidente. Se hicieron así sumamente célebres, por su excelsa oratoria, algunos discursos de don Quijote, como el de la edad de oro (I, 11) o el de las armas y las letras (I, 37). También fueron ponderados, por su vivacidad y su gracia, los numerosos diálogos de la obra. Con ellos, la risa del lector estaba asegurada, pues no hay que olvidar que el efecto humorístico fue uno de los principales propósitos de un Cervantes que tuvo oportunidad de elevar su estilo en otras novelas tan graves como La Galatea y al que regresó en Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617). De hecho, los personajes que se libran de la caracterización cómica en la obra son realmente pocos; entre ellos, el noble y bondadoso don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, en cuya casa se alojan amo y escudero (II, 18) y que si para muchos, como Azorín, es un alter ego de don Quijote que encarna los ideales de moderación, profundo cristianismo y rancia hidalguía castellana, para otros, como Bataillon, constituye un modelo de humanismo erasmista por su cordura, sobriedad, dorada medianía y libertad de juicio. Otro de los pocos personajes carentes de vis cómica en la novela es la sin par Dulcinea, personificación —según Madariaga— de la gloría para don Quijote, de igual forma que la ínsula Barataría lo es del poder para Sancho: así como don Quijote tiene que creer en Dulcinea para creer en sí mismo, Sancho tiene que creer en don Quijote para creer en la ínsula. Desde finales del s. XVIII, en cambio, las interpretaciones de la novela de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha han sido muchas y muy variadas, tanto dentro como fuera de la Península. Uno de los pioneros en sugerir contenidos más profundos que los meramente humorísticos fue el escritor José Cadalso, quien reflejó en una de la Cartas marruecas (1789) su convicción de que, bajo su significado literal, la obra llevaba dentro un gran misterio. Con la adquisición de nuevos datos sobre la heroica carrera militar de Cervantes, el Quijote empezó a simbolizar para los prerrománticos la defensa de los ideales caballerescos frente a la vulgaridad del mundo real, a cargo de un autor tan valeroso como sufridor en vida. Los primeros románticos alemanes vieron muy pronto en su protagonista al héroe más trágico y más triste, después de haber sido el más ridiculizado. Para Schlegel, Schelling, Tieck y Richter, Cervantes se convirtió en un auténtico poeta filósofo, de igual modo que don Quijote y Sancho pasaron a representar los eternos problemas de la metafísica en las mentes de Hegel y Schopenhauer. Pero es a Heine a quien se debe el más bello texto alemán sobre el Quijote, en su prólogo a una edición de la novela publicada en 1837. En él —además de considerar la obra como parte de su propia vida— eleva definitivamente a Cervantes a la categoría de supremo maestro de la “ironía” romántica: un concepto clave tanto en Hegel como en el resto de los autores de dicho movimiento, y que fue llevado al extremo por el danés Kierkegaard al protestar contra el hecho de que el hidalgo manchego se volviera cuerdo al final de su vida sin adoptar, para ser más fiel a su esencial carácter romántico, la arcádica y poética vida pastoril. Por lo que respecta a España, merece la pena destacar algunas interpretaciones originalísimas del Quijote surgidas a lo largo de toda la segunda mitad del s. XIX, especialmente las de conspicuos cervantistas esotéricos capitaneados por Nicolás Díaz de Benjumea: entre otros, Benigno Pallol (Polionus), Ubaldo Romero de Quiñones y Baldomero Villegas, quien, en su delirante Estudio tropológlco sobre el Don Quijote (1897), desveló todo un proyecto en clave, reformista y revolucionario, elaborado por Cervantes para la regeneración de España. Provista o no de un significado oculto, lo cierto es que la novela de Cervantes influyó enormemente en la literatura europea del s. XIX. A ella, por ejemplo, debe Galdós su cervantino estilo, suavemente paródico e irónico, o ese “Quijote a lo divino” que es, en Nazarín (1895), el cura profundamente evangélico que se lanza a los caminos para tropezar con la sempiterna incomprensión humana. Famoso heredero del Quijote es el Wilhelm Meister (1829) de Goethe, cuyo Fausto rodeado de libros muestra resabios del hidalgo manchego. En Gran Bretaña, donde el siglo anterior había aparecido la obra más directamente influida por el Quijote —Tristram Shandy (1760-1767), de Laurence Sterne—, Dickens imitó al mismo modelo en el protagonista de Los papeles póstumos del club Pickwick (1836-1837). Pasando a Francia, la huella cervantina se encuentra en Rojo y negro (1830), de Stendhal; en La búsqueda de lo absoluto (1833-1834), de Balzac; en el Tartarín de Tarascón (1872), de Daudet, o en Madame Bovary (1856), de Flaubert, en cuya protagonista vieron Américo Castro y Ortega y Gasset un Quijote femenino. Sería interminable la nómina de obras influidas por la magistral novela cervantina, pero, aun así, pueden destacarse, también en el s. XIX, algunas de las principales narraciones de Dostoievski —especialmente El idiota (1872)— y, al otro lado del Atlántico, Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain. Venta de don Quijote en El Toboso (Toledo). Avanzando en el tiempo, puede afirmarse que ni uno solo de los renovadores de la novela del s. XX dejó de lado el Quijote. Para comprobarlo, basta mencionar algunas de las obras maestras de la literatura contemporánea radicalmente influidas por aquél: En busca del tiempo perdido (1913-1927), de Marcel Proust; Ulises (1922), de James Joyce; La montaña mágica (1924), de Thomas Mann; Los monederos falsos (1925), de André Gide; Las palmeras salvajes (1939), de William Faulkner; Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo; Monseñor Quijote (1982), de Graham Greene, etc. Otro tanto ocurre, obviamente, en los autores españoles contemporáneos, para los que el Quijote sigue suponiendo una inevitable referencia atávica que no puede dejar de informar cualquiera de sus manifestaciones literarias; cuando dicha herencia se hace explícita, produce hitos novelísticos como Niebla (1914), de Miguel de Unamuno; Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín-Santos, o La saga/fuga de J.B. (1972), de Torrente Ballester. Debe decirse, finalmente, que el s. XX ha sido, así mismo, escenario de las que —además de simultáneas— quizá son las dos mejores lecturas jamás hechas de la gran novela de la locura: la fina comprensión de Azorín en La ruta de don Quijote (1905) y, sobre todo, la del arrebatado y ardiente Unamuno, que escribe su Vida de don Quijote y Sancho (1905) para enmendarle la plana al mismo Cervantes. Es esta, en fin, la defensa metafísica del “Yo sé quién soy” quijotesco, de la imposición de la “voluntad de creer” sobre la caducidad física, sobre las mismas morales mezquinas, utilitarias y positivistas más tarde repudiadas en su Sentimiento trágico de la vida (1913). El Quijote en las artes La influencia del Quijote ha sido también, como es lógico, muy acusada en todas las artes. La nómina de dibujantes que han intervenido en sus ediciones ilustradas, desde la primera publicada en Londres en 1617, es amplísima y revela los más variados estilos. Son excelentes los veintiocho dibujos realizados por el pintor francés Charles Coypel para el Quijote impreso en La Haya en 1746 y, sobre todo, los reproducidos en la famosa edición de Ibarra hecha por encargo de la Real Academia Española en 1780: cuatro grandes volúmenes en folio ilustrados por dibujantes de la talla de Antonio Carnicero, Brunete, Barranco o Arnal, quienes se documentaron para los trajes y accesorios en los cuadros y tapices del Palacio Real. Destacan, así mismo, algunos Quijotes extranjeros del s. XIX, como los ilustrados por el inglés Cruikshank (1833) o los franceses Desenne (1829), J. David (1835), Johannot (1836-1837), Devéria (1839), Nanteuil (1856) y Gustave Doré, quien, con una imaginación desbordante, realizó 377 ilustraciones para la célebre edición parisina de 1863, que puso de moda un tipo de dibujo marcado por la grandiosidad y el artificio, muy presente en las futuras ediciones de lujo. En cuanto a España, cabe citar a otros ilustradores decimonónicos del Quijote. como la pléyade de artistas (Madrazo, Espalter, Ferrant, Montañés, Lorenzale, Murillo, Ribera, Fluyxench, Martí y Planas, etc.) que intervinieron en la espectacular edición barcelonesa impresa por Gorchs en 1859, y Apel·les Mestres, responsable de otra bella edición aparecida en 1879 en la capital catalana. Don Quijote, de Honoré Daumier, h. 1868. (Nueva Pinacoteca de Múnich, Alemania). Es obligatorio referirse, dentro ya del s. XX, a las geniales ilustraciones creadas por Dalí en 1945, después de que el artista ampurdanés recibiera un encargo de la editorial norteamericana Random House para realizar una serie de dibujos sobre la obra de Cervantes. Fruto de este trabajo es la serie Don Quijote y los molinos de viento, que consta de veintiocho ilustraciones en tinta china sobre papel y diez acuarelas, y que fue llevada por primera vez a la imprenta en 1946. Sin abandonar el ámbito de la pintura y alejándonos de lo estrictamente editorial, cabe mencionar a otros pintores que han reflejado algún pasaje de la magistral obra cervantina. No sólo Dalí, sino también Picasso —sobre todo en algunas xilografías de 1936 realizadas en París—, Cocteau, Grau Sala y Marchand se ocuparon de la figura del ingenioso hidalgo desde un punto de vista netamente vanguardista, culminando así una tradición artística que cuenta con obras de cierta relevancia y extraordinaria difusión: los dibujos del caricaturista Bartolomeo Pinelli, algunos grabados de Adolf Schrödter tan reproducidos como el que representa a don Quijote leyendo en su biblioteca (1874) y, sobre todo, un buen número de pinturas, dibujos y acuarelas del artista francés Honoré Daumier sobre el Quijote repartidos entre los museos de Berlín, Zúrich, Glasgow, la National Gallery de Londres y Musée d’Orsay de París. Numerosísimas son también las obras musicales inspiradas en el Quijote. El primer ejemplo de cierta importancia es una pieza cómica del compositor Henry Purcell aparecida en Inglaterra en 1694-1695, basada, a su vez, en la trilogía del mismo título, Historia cómica de don Quijote, de Thomas D ’Urfey. A ésta siguieron algunas composiciones instrumentales de calidad, como la suite Don Quichotte (h. 1750), de Telemann; las variaciones sinfónicas Don Quixote (1893), de Richard Strauss, o, ya en España, el poema sinfónico Don Quijote velando las armas, de Óscar Esplá (1925). Más brillante es aún la huella de la obra de Cervantes en lo que se refiere al género operístico, desde la tragicomedia Don Chisciotte in Sierra Morena (1719), de F. B. Conti, hasta llegar a monumentos belcantísticos como Don Quichotte (1910), de Massenet. En este apartado cabe citar a los españoles Manuel de Falla, con la excepcional ópera de títeres El retablo de maese Pedro (1922); a Joaquín Rodrigo, con Las ausencias de Dulcinea, y a Cristóbal Halffter, de cuya ópera Don Quijote se ha anticipado un primer frangmento en el estreno, en 1998, La del alba sería… Entre las versiones cinematográficas del Quijote, la primera aportación notable —en blanco y negro— fue la protagonizada por Rafael Rivelles, dirigida por Rafael Gil y titulada Don Quijote de la Mancha (1947). La segunda, de 1957, ya en color, es una película rusa protagonizada por Nicolái Cherkásov y dirigida por Grigori Kozintsev, el cual realizó una adaptación mucho más libre. Más libre aún, pues está basada en un musical anterior, es la tercera de las versiones de peso del Quijote: la titulada Man of La Mancha (1972), dirigida por Arthur Hiller y con un sobresaliente reparto (Peter O’Toole como don Quijote, Sophia Loren como Dulcinea, etc.), que, sin duda, influyó en la favorable acogida dispensada por la crítica cinematográfica de Estados Unidos. La mejor de las versiones televisivas es quizá la serie titulada El Quijote de Miguel de Cervantes, dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón e interpretada por Fernando Rey y Alfredo Landa, con guión, entre otros, del Premio Nobel Camilo José Cela. El mismo Gutiérrez Aragón se ha encargado de llevar a la gran pantalla su visión del Quijote con El caballero de la Mancha (2001), filme más maduro y complejo que la serie anterior y que, a diferencia de ésta, abarca también la segunda parte de la obra. 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