XI. Vida española
La dictadura de Primo de Rivera De vuelta a Madrid, la vida española más que interesarle le preocupaba. Y se encerraba a escribir en la casa familiar de la calle de Mendizábal, que ya empezaba a estar menos distante del centro neurálgico de la Villa y Corte, en donde su hermano Ricardo había ideado una especie de teatro particular, bautizado como del «Mirlo Blanco», en donde se daban representaciones privadas, alguna de las cuales significó un sonado acontecimiento. La historia del teatro del «Mirlo Blanco» terminó como el rosario de la aurora, con una representación esperpéntica del Tenorio, en cuyo reparto figuraba Valle-Inclán, que asumió nada menos que el papel de Brígida. Pío Baroja, como buena parte de los intelectuales de su hora, se mostró contrario a la Dictadura de Primo de Rivera, si bien no con los agrios talantes que a la nueva situación dispensaron Valle-Inclán o, sobre todo, Unamuno. Valle-Inclán, sin duda deseoso de sentar plaza de enemigo del gobierno, para lo cual no había más remedio que ser encarcelado, trató por todos los medios de alborotar y lanzar especies de colmada gravedad contra el general. En un principio Primo de Rivera no quiso hacerle el juego, ordenando su detención, pero como la cosa llegase a mayores, para evitar lo que podría llegar a ser un conflicto de orden público si el escritor gallego continuaba vociferando, no hubo más remedio que detenerle cuando éste se negó a satisfacer una multa que la Dirección General de Seguridad le había impuesto. Entonces se publicó una nota que decía así: «Ha dado lugar el eximio escritor y extravagante ciudadano, señor Valle-Inclán, a la determinación de su arresto, porque al negarse a satisfacer la multa de doscientas cincuenta pesetas que le había sido impuesta por infracción gubernativa, con el ánimo de evitarle privaciones de libertad, ha proferido contra la autoridad tales insultos y contra todo el orden social establecido ataques tan demoledores, que se ha hecho imposible eximirle de sanción, como era de propósito.» Don Ramón diría, en cuanto a aquellos adjetivos de eximio escritor y extravagante ciudadano, que Primo de Rivera no se había expresado bien, ya que habiendo querido decir estrafalario, había dicho extravagante. «Y eso es verdad —concluía Valle Inclán—. Extravagante lo soy, porque tiendo siempre a viajar fuera del camino por donde las gentes van.» La inquina de Unamuno por la Dictadura también es bien conocida. Deportado a la isla de Fuerteventura por sus constantes ataques al Gobierno, el otro vasco universal huyó de su confinamiento —sin duda apoyado por sus propios guardianes— y se plantó en París, donde siguió clamando contra la situación, bajando luego hasta instalarse cerca de la frontera, como con ánimo de que sus voces y diatribas se escuchasen mejor desde España. Baroja, aunque, como queda dicho, contrario a los pensamientos de Primo de Rivera, fue más parco en sus opiniones y en sus divergencias con la Dictadura. Quizás porque su natural independiente le impedía asociarse a una idea de partido, o toma de posición contra algo, situación en que ya había muchos. Aquellos años fueron para él de intenso trabajo. Acababa de publicar —aparte del rosario de entregas sobre don Eugenio de aviraneta— «La leyenda de Juan de Alzate», «El laberinto de las sirenas», de la serie «El mar», «Crítica arbitraria», «Divagaciones apasionadas», «Entretenimientos», «El gran torbellino del mundo», «Los amores tardíos» y «Las veleidades de la fortuna». Escribía ahora dos intentos teatrales, «El horroroso crimen de Peñaranda del Campo» y «El nocturno del hermano Beltrán», así como ya tenía bastante pensadas dos novelas de su serie «El mar»: «Los pilotos de altura» y «La estrella del capitán Chimista», que no tardarían en ver la luz. Esa era su contribución a la un tanto dislocada vida española del tiempo, sin necesidades de mezclarse en alborotos ni en protestas en alta voz. El era ya el primer novelista de habla castellana y seguía su carrera con humildad y afán. La crítica se volcaba en torno de su nombre, estudiándose su figura muy minuciosamente en tesis doctorales y en libros que aparecían en todos los países. Tenía muy en cuenta todo lo que se decía de él, pero no se alteraba demasiado ante un juicio adverso. Le tenía completamente sin cuidado la moda que entonces empezaba a desarrollarse alrededor de su estilo, del que muchos decían era descuidado, desaliñado y muchas veces reñido con la sintaxis.
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