VI. La evasión
Se logra un imposible Anunciose en Granada, para la madrugada del 27 de octubre de 1828, la ejecución de uno de los muchos sentenciados a muerte que estaban encerrados en la cárcel de Corte. Como por aquellas fechas agotaba la esposa de don Fernando Alvarez de Sotomayor todos los resortes, más o menos legales, para salvar la vida de su marido, Mariana y José decidieron que no podrían dejar escapar aquella ocasión y aquella fecha, o aún la anterior, la de las últimas horas del 26 de octubre. Le pasó Mariana indicación al presbítero en la primera visita y, como aún quedasen dos más, antes del día señalado, la mujer, para no dar que pensar a Pedrosa y sus secuaces, cumplió las visitas de acostumbrada manera, entrelazando las manos y hablando en voz tan baja que apenas se oía. Don Ramón Pedrosa llegó al colmo de su furia y dispuso lo que ya había pensado, que de allí en adelante, mientras no cortase de raiz aquellas visitas, habrían de celebrarse bajo vigilancia. Pero para entonces ya sería tarde. Y llegó el atardecer del 26 de octubre. El otoño granadino, a la puesta de sol, pareció enlutarse. Como si quisiera sumarse a la aflicción que causaba entre las buenas gentes de la ciudad la muerte, a manos de verdugo, de un viejo liberal. Mariana y José, encerrados en la casa de la calle del Aguila, contemplaban el paso de las horas con indecible inquietud. ¿Cómo saldría todo? ¿Lograría don Fernando Alvarez de Sotomayor la evasión? ¿Caería en alguna trampa? ¿Qué les ocurriría a ellos? Todo estaba por dilucidarse en pocas horas. La incógnita se despejaría inmediatamente. Algo después de las nueve se nota en la cárcel de Corte, al revés de cualquier otro día, una rara actividad. Se refuerzan los puestos de guardia y se cierran a cal y canto todas las puertas. Por la parte delantera el rastrillo está muy vigilado. Sólo se alza para oficiales, curiales y eclesiásticos que vienen a rogar a Dios por el alma del condenado. Empiezan a escucharse bisbiseos de rezos y cánticos que tienen lo suyo de funeral. Don Ramón Pedrosa, en su despacho, está preparado para recibir a los religiosos principales. Después echará un sueño y se levantará antes del amanecer, a fin de atender cómo se merecen las autoridades de la ciudad, que según costumbre asistirán a la ejecución. —¿Todo en orden? —Sí, señor —le comunica su ayudante. —Bien, entonces esperemos que lleguen pronto los señores eclesiásticos. Esta noche, que voy a dormir poco, tengo mucho sueño. Como siempre en vísperas de ejecución, los presos de la cárcel de Corte están nerviosos, no duermen y se mueven entre la desesperación y el desconsuelo. Uno de estos presos, al que todavía no han sentenciado, guarda una calma asombrosa. Y reza. Tanto como por el correligionario que va a morir como por aquél otro que se va a salvar. Es el presbítero don Pedro de la Serrana. Tiene que rezar ahora porque después no tendrá tiempo de hacerlo. Dentro de una hora se habrá de poner manos a la obra. Su cómplice, el liberal que le pasó las cosas de matute a don Fernando Alvarez de Sotomayor, se ha ganado la connivencia de otros constitucionalistas y de esta forma, entre cuatro o cinco, van a lograr el prodigio de abrir la puerta de la mazmorra del condenado que espera la fecha de su ejecución. Por su parte, el comandante de batallón tampoco está demasiado nervioso, entre otras cosas porque piensa que su suerte se va a jugar dentro de pocas horas y, si pierde, lo mismo le da porque de antemano ya lo tiene todo perdido. En su mazmorra, a la luz temblorosa de un cabo de vela que se agota, se ha despojado de los jirones de tela que cubrían su cuerpo y, poco a poco, se va poniendo el ropaje frailuno, que él mismo, como buenamente supo, ha confeccionado con los trozos de tela que desde las manos de su prima Marianita han pasado, mediante los buenos oficios del presbítero, a su calabozo de condenado. ¡El trabajo qué le ha costado esconderlos! Mas, tal vez, del que ahora le cueste coronar la evasión. O al menos su tentativa, que nunca se sabe cómo saldrán las cosas hasta el final. A las dos de la madrugada todavía continúan traspasando el rastrillo hileras de religiosos, la mayoría guardadores del mayor celo absolutista, que van a rezar por el alma del hombre desviado, pérfido y liberal que va a morir. El rastrillo es ya la única comunicación con el interior de la cárcel. Todas las demás puertas están cerradas y vigiladas. Frailes y curas, en tropel, tienen franco el paso. Como después lo tendrán, a la salida, una vez consumada la ejecución del reo. A esa hora ya han empezado, con más de cuatro horas de anticipación, las oraciones en alta voz y los cánticos que dan un terrible aire tétrico, funeral, al edificio de la Real Chancillería y a muchos metros a la redonda, por lo menos hasta donde lleguen los ecos de las gargantas eclesiásticas. Entre las dos y las dos y cuarto, en pleno fragor de preparativos, con el verdugo devorando un tentempie de última hora y don Ramón Pedrosa atendiendo a la urgencia de su sueño, entre las ringleras de frailes y curas, que pasan lentamente como sombras espectrales, destaca uno, franciscano, que anda como surcando el aire, como iniciando una levitación, sin tocar apenas el suelo con sus pies. Y llama la atención no por todo esto precisamente, que son muchos los que pasan con parecidas trazas, sino porque el franciscano camina al revés, o sea, no hacia el patrio de la prisión, sino hacia afuera, en dirección al rastrillo y a las calles de Granada iluminadas por el resplandor de la luna. Contra la marea de clérigos, el franciscano se da buena maña en sortear escollos. Cruza el rastrillo. Está a punto de ganar la salida. —¿Os vais, padre? ¿Os ocurre algo? Suena la voz de un soldado que se ha dado cuenta de la rareza. Un fraile que sale cuando todos entran. El franciscano alza la mirada que llevaba apoyada en el suelo, las manos juntas en además de plegaria. El soldado ve un rostro todavía joven, agraciado, iluminado por dos ojos vivísimos y medio oculto por tupida barba. —Voy para volver. Os agradezco, soldado, vuestra preocupación. No, no me ocurre nada. Temo que el padre César no pueda venir sin ayuda. Voy en su busca. —Me gustaría acompañaros, padre. Para ayudar yo también a vuestro padre César. Pero he de estar aquí. De vigilancia. —No os preocupeis, muchas gracias. Seguro que el padre César ya vendrá de camino, renqueando. —Entonces hasta ahora, padre. Con un movimiento de ojos el franciscano se despide del solícito soldado y sigue su lento caminar, si cabe todavía más lento, como un espectro, como un fantasma de la noche que se cruza con las últimas sombras de los rezagados religiosos que ya van cerrando la procesión patética que anuncia que un hombre va a morir. Cuando dan las tres de la mañana, el presbítero don Pedro de la Serrana reza en su mazmorra por alguien más de quien va a ser ajusticiado. Y más lejos, en la calle del Aguila, luces tenues y disimuladas fulguran en el interior de una casa en donde sólo duermen dos niños. Espectantes, inquietas, sobrecogidas se mueven sombras aquí también, y no frailunas precisamente. Marianita Pineda, Ursula, José de la Peña y Aguayo y dos leales de la comarca cuyos nombres poco hacen al caso. —¡Las tres! —se estremece Marianita. —Esperemos que… —tiembla la voz de la viuda del confitero. —Estamos dentro de la hora prevista, no hay que preocuparse —tercia tranquilizadora la voz de José. Vuelve a hacerse el silencio. Se esponja, se dilata mortificante como un silencio horrendo de pesadilla. Son sólo segundos, pero semejan la eternidad. Están todos tan atentos a lo que pueda suceder venturosamente de un momento a otro, que apenas si llegan a apreciarse las respiraciones entrecortadas. Uno de los leales de la comarca está pegado a la ventana, convenientemente disimulado para no ser visto desde la calle. Sus ojos parecen taladrar lo que desde su posición se domina de la calle del Aguila. —¿Y Damián? —pregunta Mariana Pineda, desolada. —Lo he perdido de vista. Ha desaparecido por la esquina de la calle. —Calla —aconseja José—. Quizá hayamos de esperar media hora todavía. Si el trecho no es demasiado largo desde la cárcel, sí son muchas las precauciones que se habrán de tomar. Vuelve el silencio de todas las amarguras. ¿Habrá fallado el plan? ¿Todo se habrá venido abajo? Estas preguntas se repiten en cinco pensamientos. Pero no, todavía hay lugar a la esperanza. Sólo ha pasado una hora de la señalada para el comienzo de la evasión. Cruza un coche de caballos por la calle del Aguila. El ruido de las colleras se agradece. Es como un pálpito de vida, como un rumor beneficioso que rompe el silencio. El ruido se va apagando lentamente, hasta desaparecer, por la obra esquina de la calle. Los ojos de Marianita se posan en el reloj. Las tres y veinticinco. Si transcurren veinte minutos más, habrá que tomar una determinación. Ella se sabe muy bien cada paso del plan. Más de hora y media, a partir del momento señalado para su puesta en práctica, sería un síntoma desgraciado, deseo-razonador. —¡Escuchad! —dice nerviosamente el leal que tiene su puesto de vigía cerca de la ventana. Todos aguzan el oído. —¿Qué es? —pregunta Mariana. —¿No habéis oído? Creí escuchar pasos… Como de dos hombres… —¿En la calle? —se angustia Ursula. —Pues claro. Silencio otra vez. Segundos apenas. E inmediatamente se abre la puerta de la escalera y corre Damián, el destacado para auxiliar al evadido, hacia el comedor en donde todos esperan. La respiración se ahoga en la gargantas de todos hasta que Marianita Pineda, como movida por un resorte de entusiasmo, exhala un grito penetrante y prolongado. Acaba de ver, siguiendo al fiel Damián, a su primo don Fernando Alvarez de Sotomayor, vestido de franciscano. —¡Mariana! —¡Fernando, lo hemos conseguido! —¡Lo habéis conseguido vosotros! ¡Me habéis salvado la vida! Todos se arraciman en torno al capitán de ropajes frailunos. Le abrazan y le besan. Hay lágrimas en los ojos y nadie repara que dan las tres y media en el reloj. La evasión ha resultado un éxito. Ursula prepara chocolate y José anda en busca de una botella de buen aguardiente. Los leales de la comarca se reparten los papeles de vigilancia. Dos han subido al desván. El tercero continúa apostado cerca de la ventana. En en el gabinete contiguo, en silencio para no despertar a los niños, Marianita Pineda y su primo, el comandante don Fernando Alvarez de Sotomayor, todavía vestido de franciscano, cambian impresiones, entusiasmos y proyectos. —¿Sabes, primo? Hacía muchos años, muchísimos, que no me sentía tan feliz como esta noche. —Te mentiría si no te dijera que a mí me pasa exactamente lo mismo. ¿Y mi familia? —No te preocupes, están a buen cubierto. En Madrid y pidiendo la gracia del rey para que te conmute la pena. Como ves, allá en la Corte, pueden considerarse todos, tu esposa e hijos, a salvo de cualquier sospecha. —¡Marianita! —¡Fernando! —Tanto como la salvación de mi vida agradezco al destino el que me dé la oportunidad de seguir nuestra lucha, Marianita. Tengo proyectos importantes, ¿sabes? Proyectos importantes a partir de ahora mismo. —O de mañana, primo. Ahora mismo lo que debes hacer es tomarte una buena jícara de chocolate que ya te está preparando Ursula. Y darte calor con unas copas de aguardiante. —Eso por descontado. Mi estómago está vacío, y más helado aún que vacío. Pero en cuanto me haya reconfortado debidamente, saldré de esta casa a escape. Ese buen Damián al que has enviado a recibirme ya me ha dicho que cuenta con aposento seguro. Y del que podré salir mañana mismo para abandonar Granada. —¿Qué dices, primo? Esta noche la pasarás aquí. Estás muy cansado, agotado casi. Es preciso que descanses. José te ha preparado un rincón en el desván que también está a cubierto de todas las sospechas. Se entenebreció el rostro del comandante, que al arrancarse las barbas postizas, exhibió unos carrillos empalidecidos y muy flacos. —Mariana, escúchame, esa es ahora mi mayor preocupación: las sospechas. Temo que se descubra la ayuda de don Pedro de la Serrana y de los otros liberales del encierro… Y temo por vosotros, los de esta casa. Y, sobre todo, por ti y por tus hijos. —Por mí no te preocupes, Fernando, sabré librarme. —¿Por qué no te vas de Granada? A partir de este momento, la policía política no te dejará tranquila. Te martirizarán con un continuo acoso. —Por favor, Fernando, si tu sabes el tuyo yo también sé cuál es mi deber. —Recapacita, no cometas un error. Tienes dos hijos por los que velar. Yo, en cambio, soy un hombre, un militar, y si caigo en el empeño mi mujer sabrá hacerse cargo de la prole. ¿Es que no lo entiendes? Yo salgo a la lucha en campo abierto, y quizás a maquinar desde el exilio, que es mi primer propósito. Tú, en cambio, sospechosa declarada a partir de ahora. Viviendo aquí, en una casa de Granada, a merced de la policía militar. Y no sólo tú, tus hijos también. Marianita se echó a llorar y se arrojó en brazos de su primo, que acarició su cabeza con ternura. —Lo siento, Fernando, no podrás convencerme… Sé cuál es mi camino. Me necesita don Pedro de la Serrana, y me necesitan todos los demás… El chocolate y las copas de aguardiente añejo llamaron a rebato y todos cuantos estaban en la casa, a excepción de niños y servidumbre, se reunieron en torno a la mesa a media luz y procurando no alzar demasiado la voz. El comandante narró los pormenores de su evasión, el paso digno y persimonioso hasta la casa, para no levantar sospechas, y el encuentro con Damián a escaso trecho de la calle del Aguila. Insistió Marianita para que su primo descansara allí aquella noche, pero prevaleció la opinión del comandante, a la que se adhirieron los tres leales de la comarca. —Además, sé que tengo un buen valedor en este Damián. Me llevará a dormir a lugar seguro y podré salir de Granada, tal como proyecto, antes de que Pedrosa vuelva a dar conmigo. Se despojó de sus ropas franciscanas y cubrió su cuerpo con prendas de contrabandista, que no le venarían mal para justificar las presunciones de sus movimientos. Ayudado por José, a solas ambos, don Fernando Alvarez de Sotomayor dijo al ilustrado caballero. —Confío en que vos cuidaréis a la perfección de mi prima. A pesar de todo, mucho os ruego que pongáis en ello el mayor empeño. —Confiad en mí —respondió José con resolución—. Podéis ir tranquilo. Pasaban pocos minutos de las cinco de la madrugada cuando, cuidándose mucho de ser vistos por ojos inoportunos, el comandante y Damián abandonaban sigilosamente la casa de Mariana. Aparentemente, todo era tranquilidad y paz. Noche placentera sin un arrullo de viento. La iluminada bóveda del cielo creaba pálidos reflejos en las callejas y en las plazas. Don Fernando Alvarez de Sotomayor tomó un brazo de Damián y le dijo: —Preferiría no perder el tiempo en dormir. Una noche más da lo mismo. —¿Es que queréis abandonar la ciudad cuanto antes? —Ahora mismo mejor que dentro de cinco segundos. —Me parece que os encontráis muy cansado. Vuestra debilidad puede ser peligrosa. Además, ya tengo preparado un plan. —¿Cuál es? —Unas cuantas noches sin salir de Granada, cambiando de escondrijo cada una de ellas. Juzgo el mejor lugar para esconderos. Los esbirros de Pedrosa supondrán que os habréis escabullido fuera de la ciudad y os buscarán por los alrededores. —Puede que sea mejor… —dudó el comandante, vencido por el cansancio y temiendo la ausencia de los necesarios reflejos. —Sin duda. Para dentro de diez días hay organizada la partida de un grupo de contrabandistas, que atravesarán el puente del río, camino de la sierra. Con ellos podriáis confundiros sin mayor esfuerzo. Convencióse don Fernando Alvarez de Sotomayor. Se le cerraban los ojos y le dolían las piernas. Los días de prisión, las torturas y la conmoción producida por la huida de la cárcel lo habían debilitado muy mucho.
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