Poltrón de amor

El comendador Cándido Buey de pronto se apercibe de que está con los ojos abiertos. No es luz diurna ni claridad de lámpara. Parece la glauca luminosidad de un fondo marino. El silencio se parece también al de un fondo marino. En el oído del comendador alienta todavía el recuerdo de una voz. ¿Qué voz...? Cándido empieza a ver lo que hay a su alrededor, lentamente. Mueve la cabeza como si sólo ésta conservara todavía la facultad de movimiento; como si el cuerpo, en cambio, estuviese encerrado fatigosamente en una caja de cura diatérmica. Ve con lentitud, y poco a poco va reconociendo algunas cosas que lo rodean. Redondeadas, opacas, familiares. “¿Por qué”, piensa el comendador Buey, “por qué he despertado entre los muebles del salón principal?” Se estanca en el aire un olor untuoso de cera destilada en lágrimas y un craso perfume de flores. El comendador Buey se halla en la feliz condición entre sueño y realidad que resuelve los problemas arduos y revela...

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