IV. «Cuando yo era fraile…» (1505-1511)
El «monasterio negro» de Erfurt recibe a un novicio El período de los doce años de fraile de Lutero es apasionante, no por los hechos externos, sino por la evolución que se opera en su alma. Procuraremos seguir y respetar esta evolución, sorprendiendo a Lutero en sus momentos de intimidad. El reformador no puede dejar de hablar de sí mismo, de interpretarse, de explicarse para los demás. «Por salvar mi alma y por cumplir la voluntad de Dios, abracé la regla y presté obediencia al Superior. Contra la voluntad de mis padres y parientes, me arrojé a la cogulla y al monasterio, persuadido de que así hacía un gran obsequio a Dios.» El 16 de julio de 1505, después de vender sus libros —menos Plauto y Virgilio—, se reunió con un grupo de amigos para cenar y despedirse entre músicas y cantos. Al día siguiente por la noche, llamó a la puerta del monasterio de agustinos de Erfurt. Era el llamado «monasterio negro», el más famoso y floreciente de la ciudad. Nuevamente vuelven los historiadores a preguntarse: ¿Este joven postulante tenía vocación? Las respuestas son numerosas y contradictorias. «Fue una decisión precipitada y psicótica, fruto de una naturaleza rica y vigorosa, dotada de una sensibilidad sin freno y dominada por la fantasía y la obstinación.» «El joven cavilador y filósofo —dicen otros— no se hallaba tranquilo en los círculos estudiantiles; sus crisis interiores con fases de psicosis habían comenzado ya y tomaban desde la pubertad un carácter más endógeno, acentuándose con la neurosis.» Todo este conjunto de circunstancias —y sobre todo la muerte repentina de un joven estudiante, compañero de Martín, que le impresionó sobremanera— parecen haber sido el determinante de su decisión. ¿Podemos calificarla de precipitada? Por lo menos no podemos decir que no tuviera vocación. Su sinceridad no puede ponerse en duda. La prueba más evidente la tenemos en la misma vida que llevó en estos años de novicio y estudiante que comienza ahora. Parece que el marco externo del noviciado le permitió encontrar lo que iba buscando: su alma, a sí mismo. Es difícil seguir paso a paso las etapas de su transformación. Trataremos, no obstante, de sorprenderle en su intimidad. Le vemos en primer lugar, entregado a la lectura de la Biblia: «una biblia forrada de cuero rojo». Tan ávidamente se enfrascó en su lectura que a fuerza de leerla y releerla con fervor podía responder en qué página se encontraba cualquier texto que le citasen. La lectura de la Biblia será ya su alimento diario hasta el final de sus días. Le vemos también con una necesidad de purificación interna, de sinceridad y de transparencia. «Siendo yo joven, casi llegó a matarme aquel dicho de los Proverbios: Agnosce vultum pecoris tui (27, 23), que el pastor conozca a sus ovejas. Yo lo entendía de esta manera: que debía descubrir mi conciencia a mi párroco, prior, tan perfectamente que nada se le ocultase de cuanto había hecho durante el día. Yo le manifesté todas mis acciones desde la juventud con tantos particulares, que al fin, mi preceptor me reprendió.» Enfrentado a la perfección que le propone la Biblia y la espiritualidad agustiniana del monasterio, empieza a sentir los primeros escrúpulos, que, como veremos después, le llevarán al bordo de la desesperación. «Cuando yo era monje tenía una conciencia tan estrecha, que no me atrevía a poseer una pluma sin permiso del prior.» «Hubiera preferido matar a uno antes que estar en la cama sin escapulario.» «Yo era un monje grave, vivía castamente, y no hubiera recibido la más mínima cantidad de dinero sin permiso del superior; oraba diligentemente día y noche.» A ello, sin duda, le ayudaba el ejemplo y estilo de su preceptor, Juan Greffenstein— por quien guardará siempre la mejor admiración y respeto. «Yo vi varones excelentes de buena conciencia que se martirizaban con ayunos y cilicios…» En septiembre de 1506, en la sala capitular del monasterio hizo la profesión religiosa: «Yo, Fr. Martín Lutero, hago profesión y prometo obediencia a Dios…, de vivir en pobreza y en castidad, según la regla del mismo San Agustín, hasta la muerte…» No parece que podamos poner en duda todos estos sentimientos e intenciones. «Cuando hice la profesión —dirá Lutero en 1533—, el prior y el convento me felicitaron.» Ya veremos cómo después interpreta todas estas vivencias. Con el lenguaje más violento llegará a decir: «El monasterio es un infierno, en el que el abad y el prior son el demonio.»
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