II. El entorno político, social y religioso
Entre Dios y el diablo No menos apasionante es el entorno religioso que circunda e invade la vida de Lutero. El explica y nos hace comprender toda su vida como reacción y como rebeldía frente a un cristianismo y a una Iglesia que considerará corrompidos. Para ello no debemos olvidar que —lo mismo que el entorno político, social y cultural— el religioso se mueve a caballo de dos épocas: la medieval y la moderna. Comencemos diciendo que el entorno de Lutero —su familia, su ambiente de aldea y su educación— fue profundamente religioso. Tendremos ocasión de verlo cuando hablemos de su infancia y juventud. Pero notemos también que en este mismo ambiente encontrará los dos elementos básicos de su drama religioso: Dios y el demonio. La imagen de Dios será la de un ser lejano y tremendo. Más tarde aprenderá que sólo por su Hijo Jesucristo tenemos acceso a El. Sin duda fue la imagen de su padre, iracundo y violento, como minero acostumbrado a beber y a echar tacos, lo que le grabó esta imagen de Dios inaccesible y justiciero. Más propia del ambiente popular fue su creencia en misteriosas fuerzas humanas, en espíritus malignos que poblaban los aires, las aguas, las tierras, los pantanos, los desiertos y tomaban posesión de ciertos animales como los monos, o de ciertas mujeres. La vida de Lutero está cargada de presentimientos, señales, voces, hechos extraordinarios que le llaman de un mundo misterioso y ultraterreno. La influencia del demonio le siguió desde la infancia hasta la muerte. Para él era evidente el influjo de ciertas mujeres que con sus hechicerías ejercen un poder diabólico sobre los hombres y las cosas. Sólo su mirada puede causar la enfermedad y la muerte de sus víctimas. Todavía en 1518 seguía predicando «que en Sajonia existían muchas brujas que hechizaban a los animales y a los hombres, particularmente a los niños…». Admite también la existencia de demonios íncubos. Acepta como reales las conversaciones del Dr. Fausto —personaje histórico nacido hacia 1480— con el demonio. Y más de una vez se alucinó creyendo ver y oír a Satán en forma de perro o de cerdo que se acercaba a molestarle y a vivir con él. ¿Cómo explicar todo esto? Hay que explicarlo dentro del marco del siglo XV, llamado con acierto «el otoño de la Edad Media». «Este siglo, como el anterior, se ve invadido por una angustia, un temor, una obsesión, fruto de la inseguridad social y política de la época, de mentalidad infantil y de religiosidad poco ilustrada que a menudo cae en formas patológicas». «La peste negra —prosigue el citado historiador— que se extiende por Europa desde 1348, arrecia cosechando numerosas víctimas. El terror provocado por la epidemia desata el miedo al demonio, que lleva a la superstición, a la astrología y a prácticas diversas para huir del demonio o para pactar con él. Se multiplicaban de modo alarmante los procesos contra las brujas, casi desconocidos durante el apogeo medieval: sólo en el cantón de Vallese fueron quemadas en un año 200 brujas». Por los años de la infancia de Lutero, se intensifica la lucha contra las brujas, sobre todo en Alemania. Dos dominicos, H. Krämer y J. Sprenger, respaldados por una bula especial de Inocencio VIII, recorren Alemania «a la caza de brujas». Partían del supuesto de que muchas personas mantenían relaciones sexuales con el demonio y se valían de su influjo para ejercer un poder maléfico sobre personas, animales y plantas. Con mucha frecuencia, en su infancia y adolescencia, Lutero verá pasar las procesiones de flagelantes, sobre todo en sus años de estudiante en Magdeburgo, Eisenach y Erhfurt. La muerte, los temas de ultratumba, lo demoniaco, las danzas de la muerte pasan a ser temas preferidos de los artistas y literatos. Testigos de ello son los cuadros de Bruegel el Viejo, L. Cranach y Alberto Durero. Junto a la pintura, la literatura insiste en la inminencia del juicio del mundo, en la ruina de la Iglesia, en la llegada del anticristo. Por otra parte, con la llamada «devotio moderna» se acentúa un movimiento en que el hombre tiene que habérselas solo frente a Dios, frente al negocio de «salvar su alma». Lutero viene a ser el heredero directo de este estado de ánimo turbio y exaltado. Es el hijo de la angustia germana, de esa exaltación morbosa que Durero exalta plásticamente en sus grabados: «Se acerca el fin del mundo, dentro de poco aparecerá Cristo y medirá sus fuerzas con el diablo.» A pesar de todas estas exageraciones y deformaciones, todos los biógrafos están acordes en conceder a Martín Lutero un hondo sentido religioso, que le llevará durante toda su vida —en un proceso inacabado— a una simplificación y síntesis cristiana, evangélica. Será la raíz y el acicate de su reforma y protesta.
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