Eugenia Grandet: III
Un aldabonazo que anunció la llegada de la familia de Grassins, su entrada y sus saludos, impidieron acabar la frase. El notario se alegró de esta interrupción, porque Grandet le miraba ya de reojo y su lobanillo indicaba una tormenta interior. En primer lugar, el prudente notario no creía conveniente que un presidente de audiencia fuese a París a hacer capitular a los acreedores y a mezclarse en un negocio que estaba muy lejos de ajustarse a las leyes de la estricta probidad, y además, como no había oído que el señor Grandet tuviera deseos de pagar nada, temblaba instintivamente ante la idea de ver a su sobrino metido en aquel asunto. Cruchot aprovechó, pues, el momento en que los de Grassins entraban, y cogiendo a su sobrino por el brazo y llevándolo al alféizar de una ventana, le dijo: -Sobrino mío, ya has hecho bastante, y debes de cesar en tus ofrecimientos. El deseo de casarte con la joven te ciega. ¡Qué diablo! hay que andar con pies de plomo. Deja que yo dirija...
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