El paraíso perdido
A Claudia Hace poco recibí una efusiva invitación de mi hija, para atender un puesto en la kermesse de su escuela. Al principio mi negativa fue rotunda: dije un no redondo, claro y prolongado. No sirvió de nada, Marisol insistió una semana: “Por favor, mami”. —No puedo ir; tengo mucho trabajo. ¿No entiendes? No es no. Marisol no dio su brazo a torcer. Cansada de escucharla, me sorprendí poniendo en la balanza las cosas que perdería en una mañana aceptando la invitación: escribir unas cuantas cuartillas, leer por lo menos un rato, preparar mi clase de la Universidad... y lo que iba a perder declinándola: la sonrisa franca de un cierto orgullo infantil: “Mira, es mi mamá”. Aunque la proposición me resultaba muy embarazosa, busqué una justificación. En realidad, no son tantas las oportunidades que tengo de compartir con Marisol sus experiencias, y no soy de aquellas personas que no levantan ni un dedo por mejorar las relaciones familiares. Creí que no me...
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