El hombre de la sirena
—Tengo una sirena —dijo el profesor; o eso parecía, con los anteojos, y el bolsillo de la camisa lleno de plumas, y todos esos libros apilados en la mesa. Pero en principio nadie le hizo caso, pues cosas aún más inusuales se escuchaban en aquella cantina, abierta sobre el malecón. —Su voz es más dulce que el tumbo de las olas y su boca tiene el perfume del maíz tierno y sus ojos amielados fosforecen con el brillo del relámpago y sus cabellos... —Largos y verdes —lo interrumpió con entusiasmo, mientras se sentaba a la mesa, un marinero ilustrado— como las ondas que se adelgazan antes de reventar... —Nada de eso —protestó el profesor, a la vez que golpeaba contra la mesa la sexta botella de cerveza, con el propósito de hacer irrebatibles sus palabras—; cortos y dorados como las arenas que... o quizá cobrizos, más bien, pero en todo caso tan cortos que dejan al descubierto la hermosa columna del cuello, surcada por un tibio árbol de ramas azules, y los...
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