El grumete
Hace años que encontrándome yo en Cádiz, me invitaron a que visitase uno de los vapores que entonces hacían la carrera de Canarias. Salimos del puerto en un bote en el que había tres remeros. El vapor se hallaba a media milla de la costa. Saltaban las olas, soplaba el viento, el terrible levante, verdugo de aquellas playas. A las veces embarcábamos una cantidad enorme de agua. Nos pusimos perdidos. Entre los que manejaban los remos había un niño de unos catorce años. Era el que con más empuje tiraba de la pala. Vestido con un pantalón de lienzo, con una chilabita blanca, ceñido el cráneo con una boina negra, parecíame entonces el único ser tranquilo en aquella ridícula aventura, de la que yo fui casi autor. No valía la pena de ir a almorzar a un vapor anclado en la bahía, por bueno que fuese el almuerzo, si antes era preciso atravesar la vorágine de los vientos y de las olas. Cuando llegamos a la escala del barco, el capitán nos dijo: -Han pasado ustedes un mal...
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