De tal palo, tal astilla:20
De tal palo, tal astillaCapítulo XX: Lobo y cordero de José María de Pereda Llegó la víspera de San Juan, y con aquel día eran ya tres los pasados sin que don Sotero pusiera los pies en casa de los Rubárcenas. Águeda le suponía entretenido en la tarea a la cual dio el celoso administrador tanta importancia en la entrevista que el lector recordará. Un día más transcurrido así, y la atribulada joven se vería libre para siempre de la odiada presión que sobre ella ejercía aquel antipático personaje. Porque don Plácido no podía tardar más que ese tiempo en llegar a Valdecines, si vivía, y tenía que vivir, porque le parecía imposible que hasta de ese amparo la privara su desdicha. De esta suerte discurría Águeda cuando, por breves instantes, lograba apartar su pensamiento de las hondas y enconadas heridas de su corazón. Éstas eran su perenne martirio, su cruz, su agonía sin el consuelo de la muerte. ¿Qué habría sido de Fernando después de su última y...
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