Capítulo III. La apropiación estética y política del espacio natural

19/04/2017 12.683 Palabras

Belleza y utilidad Dice G. Scheines que «La utopía de Manuel Belgrano no carece de ninguno de los ingredientes de este tipo de creaciones: es detallista, proclama la felicidad general, la bondad de sus habitantes, la abundancia imperecedera y el destierro de todos los vicios».[2] A estas apreciaciones, con las que coincidimos, añadiríamos con el fin de enmarcar su naturaleza que uno de sus pilares ineludibles es el poder que atribuye a la ciencia y a la técnica para lograr esos fines. Adapta al espacio americano las ensoñaciones tecnocráticas europeas, alimentadas por los relatos de la Nueva Atlántida de Bacon, el proyecto pansófico de Samuel Hartlib y la visión futurista de Condorcet. Estos recursos permitieron articular una versión de la utopía agraria que pretendía superar la brecha cultural existente desde la Antigüedad entre los nostálgicos de la naturaleza y los amantes de la ciudad. En la cultura greocorromana, además de los discursos de Varrón y Columela, que ya mencionamos en el primer capítulo, la visión nostálgica se fomentó entre los filósofos cínicos. Sus ideas habían emergido en un momento de crisis de la polis como comunidad libre y autosuficiente, hecho que se produjo tras las conquistas de Filipo y Alejandro Magno. Algunos pensaron en esos momentos que el poder, antes en manos de las ciudades, quedaba ahora al arbitrio del caudillo militar. Uno de los más conocidos fue Diógenes de Sínope, contemporáneo de Platón y discípulo de Antístenes (c. 445 después del 366 a.C.), el considerado fundador de la corriente.[3] Este último mantuvo la oposición de physis y nómos, así como el menosprecio hacia los conocimientos meramente teóricos o científicos. Su modelo ideal, como el del resto de los cínicos, era el del héroe y trabajador Heracles, antítesis del taimado y vanidoso Prometeo, que con el fuego y las técnicas introdujo en los hombres la lujuria y la corrupción. Diógenes, por su parte, abogó por la sencillez, por el rechazo de la pólis (modelo de civilización) y por la vuelta a la naturaleza. Los ejemplos a seguir no estaban, para ellos, en las elaboraciones artificiales, sino en la forma de vivir de los animales y en el hombre primitivo, actitud defendida en los poemas homéricos, donde se elogiaba a los nómadas del Norte, que se alimentaban de leche.[4] La vestimenta, presentada en otras versiones del mito de Prometeo como una conquista del hombre civilizado frente a la indefensión natural, se convierte en este contexto en un símbolo.[5] Hiparquia (hacia 300 a.C.), adoptó, como Diógenes, un manto basto, zurrón y báculo, después de aceptar una existencia errabunda junto a Crates, con joroba y de aspecto cómico.[6] De Crates son los siguientes versos utópicos, que ilustran las ideas que se vienen comentando:[7]

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